Ariel Lozano es de los pescadores artesanales que está en la 3, luchando para que salgan de White dos buques de pesca industrial. Hace
unos 20 días que no se mete al mar. No es porque no haya pesca o no
tenga ganas, sino porque Ariel Lozano, como tantos otros pescadores
artesanales de Monte Hermoso, viene gastando sus días en largas
protestas en la ruta 3.
La impaciencia, sin embargo, ya se le nota en los gestos, o en la forma en que cruza los brazos, bien apretados contra el pecho.
“En la ruta estamos como sapos de otro pozo –dice, y se le arruga la curtida frente-, pero hay que pelear para sacar a los barcos marplatenses de White. La pesca de arrastre destruye . Somos pescadores y, si nos sacan el pescado, nos sacan todo lo que tenemos, o lo que somos”.
Su , como la de muchos montehermoseños, gira en torno a la pesca. Por eso para él los dos buques que están en White, desde fines de abril, son una amenaza que pone en riesgo todo lo que ha logrado, con un enorme sacrificio, para él y su .
“Imaginate, entonces, que esta lucha no la vamos a largar tan fácil…”, aclara.
Ariel dejó la secundaria ni bien la empezó, y a los 15 años se fue a trabajar con un pescador que tenía un bote de cuatro metros de largo.
“Fue una primera experiencia dura –recuerda-, porque cada día teníamos que remar a dos o tres mil metros de la costa, al rayo del sol o con la peor helada. El bote era de madera, chico, así que me empapaba ni bien entrábamos al mar, y pescaba mojado todo el día”.
Ariel dice que los tiempos han cambiado, pero aún hoy vuelve a su con cortes en las manos, los dedos hinchados por el con las artes de pesca, los músculos al límite y la piel cuarteada por el frío. Incluso, cada tanto, con las heridas infectadas que provocan las filosas crestas de las palometas, que su mujer Claudia debe atender con cremas medicinales.
En los ’90 cambió la rudeza del mar por un empleo más seguro en el municipio, algunas changas y la caza de liebres. El problema llegó a los pocos años, cuando logró sacar un crédito hipotecario y, con su sueldo, apenas cubría el valor de la cuota mensual.
“Ahí volví a la pesca, que siempre me gustó”, cuenta.
El regreso fue tan duro como la vez anterior. Además, la familia ya se había agrandado con la llegada de Ramiro, que hoy tiene 13 años.
“Arranqué como marinero, con un amigo, y después me largué solo, en un bote a remo. Fue una época difícil, pero siempre gasté lo justo y guardé para progresar. Así me compré una embarcación más grande, de fibra, y un motor. Ahora, arriba del barco somos tres, que vamos a porcentaje”, dice.
Ariel ya no se moja tanto como antes, pero la dureza de la actividad poco ha cambiado. Una buena jornada arranca a las 4 y, si bien la salida del mar es al atardecer, no termina hasta la medianoche.
“En esos días dormís tres o cuatro horas -cuenta- porque en este trabajo hay que aprovechar el buen clima. Hay veces en que podés pescar bien y sacás 40 o 50 cajones (unos 1.500 kilos), pero también hay días en que no podés entrar al mar. O entrás y no pescás ni medio cajón; y ahí vas a pérdida. La actividad es muy incierta”.
Esta incertidumbre es lo que hace que cuidar el recurso sea una prioridad absoluta.
“Nunca hubo mucho pescado en esta zona, pero la veda de seis meses ayudó mucho. Lo notan hasta los pescadores deportivos. Por eso no nos van a convencer nunca de que la pesca de arrastre es buena. Ellos levantan 500 cajones o más por día, pero destruyen todo. Donde pasan los buques, al otro día vas y no pescás nada”, dice.
Ariel enfatiza que no puede creer que algunos trabajadores apoyen a la pesca industrial.
“Para los empresarios es un buen negocio pero, para los trabajadores, es pan para hoy y hambre para mañana. Si el pescado se termina no se funde mi negocio, sino mi familia”, dispara.
Hace frío y está atardeciendo, pero Ariel se prepara para volver a la ruta 3.
“¿Te digo algo? -lanza, mientras se abriga-. A mí no me gustaría que mi hijo sea pescador, porque es un trabajo sacrificado. Además, uno entra al mar y no sabe si vuelve. Lo que sí quiero es que mi hijo pueda estudiar y tener un futuro, y para eso yo tengo que poder seguir pescando”. (Por Juan Ignacio Schwerdt; La Nueva Provincia)
13/05/14
La impaciencia, sin embargo, ya se le nota en los gestos, o en la forma en que cruza los brazos, bien apretados contra el pecho.
“En la ruta estamos como sapos de otro pozo –dice, y se le arruga la curtida frente-, pero hay que pelear para sacar a los barcos marplatenses de White. La pesca de arrastre destruye . Somos pescadores y, si nos sacan el pescado, nos sacan todo lo que tenemos, o lo que somos”.
Su , como la de muchos montehermoseños, gira en torno a la pesca. Por eso para él los dos buques que están en White, desde fines de abril, son una amenaza que pone en riesgo todo lo que ha logrado, con un enorme sacrificio, para él y su .
“Imaginate, entonces, que esta lucha no la vamos a largar tan fácil…”, aclara.
Ariel dejó la secundaria ni bien la empezó, y a los 15 años se fue a trabajar con un pescador que tenía un bote de cuatro metros de largo.
“Fue una primera experiencia dura –recuerda-, porque cada día teníamos que remar a dos o tres mil metros de la costa, al rayo del sol o con la peor helada. El bote era de madera, chico, así que me empapaba ni bien entrábamos al mar, y pescaba mojado todo el día”.
Ariel dice que los tiempos han cambiado, pero aún hoy vuelve a su con cortes en las manos, los dedos hinchados por el con las artes de pesca, los músculos al límite y la piel cuarteada por el frío. Incluso, cada tanto, con las heridas infectadas que provocan las filosas crestas de las palometas, que su mujer Claudia debe atender con cremas medicinales.
En los ’90 cambió la rudeza del mar por un empleo más seguro en el municipio, algunas changas y la caza de liebres. El problema llegó a los pocos años, cuando logró sacar un crédito hipotecario y, con su sueldo, apenas cubría el valor de la cuota mensual.
“Ahí volví a la pesca, que siempre me gustó”, cuenta.
El regreso fue tan duro como la vez anterior. Además, la familia ya se había agrandado con la llegada de Ramiro, que hoy tiene 13 años.
“Arranqué como marinero, con un amigo, y después me largué solo, en un bote a remo. Fue una época difícil, pero siempre gasté lo justo y guardé para progresar. Así me compré una embarcación más grande, de fibra, y un motor. Ahora, arriba del barco somos tres, que vamos a porcentaje”, dice.
Ariel ya no se moja tanto como antes, pero la dureza de la actividad poco ha cambiado. Una buena jornada arranca a las 4 y, si bien la salida del mar es al atardecer, no termina hasta la medianoche.
“En esos días dormís tres o cuatro horas -cuenta- porque en este trabajo hay que aprovechar el buen clima. Hay veces en que podés pescar bien y sacás 40 o 50 cajones (unos 1.500 kilos), pero también hay días en que no podés entrar al mar. O entrás y no pescás ni medio cajón; y ahí vas a pérdida. La actividad es muy incierta”.
Esta incertidumbre es lo que hace que cuidar el recurso sea una prioridad absoluta.
“Nunca hubo mucho pescado en esta zona, pero la veda de seis meses ayudó mucho. Lo notan hasta los pescadores deportivos. Por eso no nos van a convencer nunca de que la pesca de arrastre es buena. Ellos levantan 500 cajones o más por día, pero destruyen todo. Donde pasan los buques, al otro día vas y no pescás nada”, dice.
Ariel enfatiza que no puede creer que algunos trabajadores apoyen a la pesca industrial.
“Para los empresarios es un buen negocio pero, para los trabajadores, es pan para hoy y hambre para mañana. Si el pescado se termina no se funde mi negocio, sino mi familia”, dispara.
Hace frío y está atardeciendo, pero Ariel se prepara para volver a la ruta 3.
“¿Te digo algo? -lanza, mientras se abriga-. A mí no me gustaría que mi hijo sea pescador, porque es un trabajo sacrificado. Además, uno entra al mar y no sabe si vuelve. Lo que sí quiero es que mi hijo pueda estudiar y tener un futuro, y para eso yo tengo que poder seguir pescando”. (Por Juan Ignacio Schwerdt; La Nueva Provincia)
13/05/14
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